El alquiler imposible
La vivienda no puede seguir siendo un lujo para unos pocos ni un privilegio condicionado por el azar del nacimiento. La justicia social empieza en la puerta de casa
La escena se repite cada día en nuestras ciudades: jóvenes que comparten piso como si prolongaran una adolescencia forzada, familias que encadenan mudanzas cada poco meses, mayores que temen perder el techo que durante años consideraron seguro. En Canarias, el precio del alquiler se ha convertido en una barrera infranqueable para miles de personas.
Tener un hogar ya no es la consecuencia natural de un esfuerzo honesto, sino una carrera de obstáculos que muchos no logran superar. Los datos son tozudos. En zonas urbanas y turísticas, un salario medio no alcanza para pagar un alquiler sin destinar más del 40% de los ingresos, muy por encima de lo que recomiendan los organismos internacionales.
Déficit histórico
Canarias, con una de las tasas de pobreza más altas de España, arrastra además un déficit histórico de vivienda social. El resultado es un cóctel de inseguridad habitacional, incertidumbre para los jóvenes y angustia para las familias vulnerables. Se habla de inversión, de rentabilidad y de mercado, pero detrás de cada cifra hay rostros concretos: madres que priorizan el alquiler sobre la alimentación, trabajadores pobres que no pueden ahorrar porque el recibo del piso se lo lleva todo, inmigrantes que aceptan condiciones abusivas por falta de alternativas.
El alquiler se convierte en un círculo vicioso que cronifica la desigualdad y amenaza con normalizar lo inaceptable. La Constitución española reconoce el derecho a la propiedad privada, pero también el derecho a una vivienda digna. Ambos principios no se excluyen, aunque a menudo se contraponen en el debate público. El problema no es la propiedad, sino su gestión sin función social. La vivienda es más que un bien económico: es el espacio donde se construye la vida, se educan los hijos, se cultivan los sueños.
Ley de Vivienda
Sin un hogar, todo lo demás se tambalea. La Ley de Vivienda intenta poner límites al descontrol del mercado: declara zonas tensionadas, ofrece incentivos fiscales, regula subidas de alquiler. Pero su eficacia es desigual y depende de la voluntad de las autonomías. El ruido mediático sobre la ocupación ilegal ha desviado la atención, cuando en realidad el gran problema no son los allanamientos puntuales, sino la imposibilidad estructural de acceder a un techo digno para amplias capas de la población. La Doctrina Social de la Iglesia lo recuerda con claridad: la propiedad privada es legítima, pero está gravada con una hipoteca social.
Los bienes creados tienen un destino universal y nadie debería quedar excluido de lo necesario para vivir. El derecho a la vivienda forma parte del derecho a la vida digna y se antepone a la especulación. No se trata de negar la propiedad, sino de ponerla al servicio del bien común. Para equilibrar ambos derechos se necesitan políticas públicas eficaces: aumentar el parque de vivienda social, incentivar a los pequeños propietarios con seguridad jurídica, y regular a los grandes tenedores y al mercado turístico que presiona en exceso en nuestras islas. La vivienda no puede seguir siendo un lujo para unos pocos ni un privilegio condicionado por el azar del nacimiento. La justicia social empieza en la puerta de casa.
Cada vez que un niño estudia en un hogar inestable, cada vez que una familia gasta más de lo que tiene en un alquiler abusivo, cada vez que un joven aplaza indefinidamente su emancipación, se erosiona la cohesión de nuestra sociedad. Asegurar un techo digno no es una concesión, sino una obligación colectiva. Porque sin casa, la vida se convierte en un alquiler imposible.