Análisis y reflexión11/08/2025

«FLORES QUE HABLAN SIN PALABRAS»

Las flores en una iglesia no son un adorno cualquiera. No están ahí para impresionar ni para cumplir un protocolo estético. Están para decir algo que no se puede decir de otra manera: que la belleza, cuando es gratuita, tiene un poder de trascendencia. Una flor no “sirve” para nada, y sin embargo, su sola presencia transforma un espacio. Invita al silencio, despierta gratitud, abre la mirada hacia lo que es más grande que nosotros.

Las flores en una iglesia no son un adorno cualquiera. No están ahí para impresionar ni para cumplir un protocolo estético. Están para decir algo que no se puede decir de otra manera: que la belleza, cuando es gratuita, tiene un poder de trascendencia. Una flor no “sirve” para nada, y sin embargo, su sola presencia transforma un espacio. Invita al silencio, despierta gratitud, abre la mirada hacia lo que es más grande que nosotros.

Hay quienes piensan que esas flores son un gasto inútil, que bastaría con paredes limpias y un altar sencillo. Pero esa es la lógica de la utilidad, no la de la belleza. El ser humano necesita signos que no se puedan medir en términos de provecho. Igual que el arte, igual que la música, igual que el amor verdadero. Las flores en el templo son un gesto de delicadeza hacia Dios y hacia la comunidad: un recordatorio de que la vida no se reduce a lo práctico.

Una iglesia sin flores puede ser digna, pero con ellas se vuelve festiva, viva, humana. Cada ramo es una pequeña celebración de lo efímero. Porque las flores mueren pronto, y en ese marchitarse nos enseñan que lo bello no se guarda, se ofrece. Alguien las cuida, las elige, las coloca con mimo, sabiendo que su esplendor durará apenas unos días. Y sin embargo, en ese gesto se da algo esencial: ofrecer lo mejor, lo más frágil, lo más gratuito.

La belleza, cuando es auténtica, siempre apunta más allá de sí misma. Un altar adornado con flores nos recuerda que estamos llamados a algo más alto, a una vida que no se mide por el cálculo o el rendimiento. Tal vez por eso una flor, por sencilla que sea, puede conmover más que un discurso. Nos conecta con la naturaleza, con la celebración, con ese lenguaje universal que entiende el corazón.

En muchos pueblos, las mujeres y hombres que preparan las flores para la iglesia no lo hacen por reconocimiento. Nadie les paga por ese tiempo robado al sueño o al descanso. Lo hacen porque saben que hay gestos que sostienen el alma de una comunidad. Como quien pone flores en la tumba de un ser querido, o en la mesa para celebrar un reencuentro. Es la forma más humilde de decir “esto importa”, “esto merece belleza”.

También hay un simbolismo profundo en el hecho de que las flores estén vivas cuando se ofrecen. No son esculturas de piedra ni adornos permanentes: respiran, se abren, se entregan, se marchitan. Como la vida misma, como la fe, como el amor que no se retiene. Por eso conmueven tanto. Porque nos recuerdan lo que somos: criaturas llamadas a florecer, a ofrecer lo mejor de sí antes de desaparecer.

En un mundo que premia lo rentable, lo duradero, lo visible, las flores en las iglesias nos devuelven al misterio de lo que no se compra ni se repite. Son un acto de resistencia silenciosa frente al utilitarismo. Una belleza que no compite, sino que se ofrece. No hay orgullo en ellas, solo presencia. Y eso basta para hablarle al alma sin necesidad de palabras.

Quizás por eso, a veces, basta una flor en un rincón del altar para que todo el templo parezca habitado por algo invisible. Como si esa pequeña belleza efímera abriera un resquicio hacia lo eterno. Como si Dios, silencioso y amable, pasara por allí recogiendo cada flor como quien recoge oraciones que no supimos decir.