Análisis y reflexión • 21/07/2025
«No tiene perdón»
La corrupción no tiene perdón no porque Dios no quiera perdonar —su misericordia es infinita—, sino porque el corrupto muchas veces se cierra a la posibilidad misma del perdón
La corrupción es una herida que desfigura el rostro de lo justo, como una mancha oscura sobre un lienzo destinado a la luz. Es la carcoma que devora desde dentro la estructura de lo noble, dejando en pie sólo una apariencia hueca. Su fealdad no es solo moral, sino profundamente simbólica: allí donde debía florecer la confianza, brota la sospecha; donde debía haber transparencia, se alza la sombra del interés torcido. Como un espejo empañado, la corrupción impide ver con claridad la dignidad de las instituciones y la verdad de las personas. Su presencia corrompe no solo las acciones, sino también los símbolos que sustentan la convivencia, revelando lo grotesco allí donde debía habitar lo sagrado del bien común.
Una de las expresiones que el Papa Francisco dejó impregnada en el pensamiento de la Iglesia es que no existen pecadores que no puedan ser perdonados, ni pecado que no tenga perdón. La verdad es que es una llamada a la esperanza, sin duda. Pero el arrepentimiento es la llave del perdón. Y cuando no hay arrepentimiento, sino que lo que hay es instalación en el mal, conscientemente negándonos a corregirnos, a eso no se le llama pecado; se le llama corrupción. Y esta no tiene perdón. No por incapacidad divina de perdonar, sino por incapacidad humana de arrepentirse. Nada tan feo y dañino como la instalación en el mal ahogados en un “yo” que solo busca el poder, el placer y prestigio como obsesiva búsqueda de sentido. La corrupción no tiene perdón.
Destruir los ideales
Recojo dos frases de cuando aún era Arzobispo de Buenos Aires. Una nos dice: “La corrupción es algo que se introduce en nosotros. Es como el azúcar: es dulce, nos gusta, es fácil, pero luego termina mal… Con tanto azúcar fácil terminamos diabéticos, y eso le pasa a nuestro país… Cada vez que aceptamos un soborno y lo guardamos en nuestro bolsillo, destruimos nuestro corazón, nuestra personalidad y nuestra patria”. La otra nos recuerda que “La corrupción degrada la dignidad de la persona y destruye los ideales buenos y hermosos. La sociedad está llamada a comprometerse concretamente para combatir el cáncer de la corrupción que, con la ilusión de ganancias rápidas y fáciles, en realidad empobrece a todos”
La corrupción no tiene perdón no porque Dios no quiera perdonar —su misericordia es infinita—, sino porque el corrupto muchas veces se cierra a la posibilidad misma del perdón. A diferencia del pecador que tropieza y sufre por su caída, el corrupto se acomoda en la podredumbre, la disimula, la normaliza y hasta la justifica. Ya no se siente herido, sino hábil; ya no pide perdón, sino que exige complicidad. La corrupción es un estado del alma que ha perdido la vergüenza y se ha acostumbrado al mal como si fuera virtud. Por eso “no tiene perdón”: porque ha matado el deseo de redención. Solo cuando la conciencia despierta de ese letargo y el corazón se reconoce enfermo, puede comenzar un camino de conversión. Pero mientras el corrupto siga creyéndose impune, superior o intocable, el perdón no tiene por dónde entrar. Es, en ese sentido, una cárcel sin barrotes, pero con las puertas bien cerradas desde dentro.
La corrupción no tiene perdón, porque ya no hay quien lo pida: solo queda el eco del yo encerrado en su mentira.