Permítanme compartir algunos recuerdos de infancia. Aquellas comidas familiares reunían alrededor de la mesa de mis abuelos a mis tíos y tías, y a sus respectivos cónyuges, convirtiendo el encuentro en algo infinito. Allí, los primos compartíamos la mesa adjunta: la mesa de los pequeños, donde hablábamos de nuestras cosas mientras los mayores hablaban de las suyas. A veces comíamos antes para que, al llegar los adultos, tuvieran más espacio, y el patio o las huertas fueran nuestro lugar de sobremesa entretenida. La comida era similar, pero allí solo había refrescos; la bodega daba de sí exclusivamente para la mesa de los mayores.
Era un rito de iniciación sentir que te admitían a la mesa de los grandes. «¡Siéntate ya con nosotros! ¡Vaya, por Dios!», tal vez al lado del abuelo. Y con esa experiencia, comenzabas a sentir que algo interior crecía en ti, a la vez que los ojos de tus tíos te reconocían como tal. Eras el receptor del interrogatorio natural: «¿Cómo te van los estudios? ¿Qué vas a hacer el año que viene? Fulanito me dio saludos tuyos…». Sentado a la mesa de los grandes y participando plenamente del encuentro familiar. Seguramente esto había que ganárselo colaborando en las labores agrícolas, aunque no fuéramos conscientes entonces de ello.
Lo que despertó estos recuerdos fue la preparación de los chicos y chicas de la catequesis parroquial, ensayando para la celebración de su Primera Comunión. Pensaba, al verlos, que se iban a sentar ahora en la mesa de los grandes. Que hasta ahora se han estado preparando para participar, no solo de la Palabra y de la oración, sino para participar por completo. Ojalá lo vivan así, como la participación en la celebración comunitaria «del todo», agradeciendo que la adoración se convierta en comunión y, conscientes de lo que reciben, lo vivan con alegría.
No nos basta con reconocer como verdadero un trozo de la realidad; necesitamos la realidad toda. Es la totalidad, la integralidad, la plenitud, lo que nos estimula en la búsqueda y la conquista. No nos contentamos con un trozo de una conversación, con un pedazo de la verdad, o con un estribillo de un canto que nos guste. Vamos a por todo, como un jugador de fútbol que quiere jugar todo el partido y ha de hacer un esfuerzo de humildad y sentido de equipo cuando ve el cartel con su número llamándole al banquillo.
Las interrupciones nos despistan y, en algunos casos, nos intranquilizan.
Perdonen este viaje nostálgico por las mesas de la infancia, desde la mesa pequeña de los primos hasta el rito de iniciación en la de los mayores; no solo evoca la dulzura de los recuerdos familiares, sino que se convierte en una profunda llamada en torno a la búsqueda incesante de la plenitud en nuestra vida. La experiencia de la Primera Comunión, lejos de ser un mero evento, se presenta como un umbral hacia una participación «total» en la comunidad y en la fe, eco de esa misma sed de integralidad que nos impulsa en cada aspecto de nuestra existencia.
Valorar la conexión plena con lo que nos rodea; abrazar la totalidad de las experiencias; y recordar que la verdadera satisfacción reside en la inmersión completa, sea en una conversación, en la verdad, o en la comunión con los demás.